El domingo siguiente a Pentecostés, la Iglesia celebra la Santísima Trinidad. Casi al final del ciclo pascual, es como si la Iglesia hubiera dejado lo mejor para el final. Esta fiesta celebra el misterio de la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
El 11 de febrero de 1858, acompañada por su hermana y una amiga, Bernardita fue a Massabielle, a orillas del río Gave, para recoger huesos y madera. Al quitarse las medias para cruzar el arroyo e ir a la gruta, oyó un ruido que parecía una ráfaga de viento. Miró hacia la gruta: «Vi a una señora vestida de blanco: llevaba un vestido blanco, un velo blanco, un cinturón azul y una rosa amarilla en cada pie». Dominada por el miedo, Bernardita sacó instintivamente su rosario para persignarse y recibir la protección del cielo, pero su brazo no le obedecía, hasta que la Señora que veía en el hueco de la roca hizo una hermosa señal de la cruz: en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
La gran aventura de las apariciones comienza, como todas las celebraciones en la Iglesia, con un signo de la Cruz que invoca al Dios Trino.
La fe cristiana profesa un Dios único en tres personas distintas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La palabra “Trinidad” se utiliza para expresar el misterio de un Dios único en tres personas.